19.7.07

LA CAMA Y LA OFICINA

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Esta noche Teresa está teniendo uno de esos sueños de los que nunca deseas despertar. Da vueltas en la cama y se tapa y destapa continuamente. El reloj está a punto de marcar las seis de la mañana y será justo en ese momento cuando empiece a gritar y a reclamar atención.

Dan las seis de la mañana. Teresa lucha con su conciencia que insiste en hacer su aparición en escena. En ese momento ella lo daría casi todo por seguir en ese estado en el que confunde la realidad con su propia ficción. Al final sucumbe, y se apoya sobre uno de sus codos para llegar al despertador. Lo apaga. Mira a su alrededor para convencerse a sí misma de que tiene que levantarse y al final lo hace, aunque de mala gana.

Hace la cama lentamente. Sabe que si su madre, cuando se despierte tres horas después, ve la cama sin hacer, le caerá bronca. Esa es una de las ridículas razones que le hacen desear marcharse de casa. Odia tener que hacer la cama todos los días. En el fondo sabe que aún viviendo sola haría la cama todos los días. Y eso es lo más triste. Le revienta pensar que su madre seguirá en su cabeza por muy lejos que esté. Aún cuando su madre no esté en este mundo, sabe que nunca saldrá de casa con la cama sin hacer.

Ya en el baño se mira en el espejo. Necesita seguir este ritual todas las mañanas, mirarse en el espejo hasta que se siente ella misma. Hay mañanas que ve un reflejo atractivo de sí misma, otras en las que ve un esperpento y otras, en las que necesita más segundos de los que han venido siendo habituales ver algo familiar al otro lado del espejo. Da igual lo que vea, ni una cosa le alegra ni otra la deprime. Sólo necesita sentirse en casa, en su propia casa. Una vez que es así, abre el grifo de la ducha y se sumerge bajo el agua. Mientras hace las mismas cosas que hace todos los días, en el mismo orden y con la misma duración, no puede dejar de pensar. Ese es uno de sus defectos, no parar nunca de pensar. Un día le estallará la cabeza de tanto pensar. Con ese pensamiento en mente sale de la bañera y se sienta como si su cuerpo pesara diez veces más su peso real. El sueño se apodera de sus pestañas, pero ella sigue moviéndose como un autómata, como si todas esas acciones no fueran con ella.

Vuelve a su habitación y elige algo que ponerse. Hace algún tiempo solía hacer una selección concienzuda la noche anterior, pero por alguna razón desconocida una mañana dejó de hacerlo. Ahora simplemente abre el armario, coge alguna prenda comprada compulsivamente la semana anterior y se la pone. Tampoco gasta mucho tiempo en combinar elementos. Un vaquero, una camiseta de rayas roja y blanca, una sudadera de topos verde y azul y por último un cinturón amarillo. Y sus zapatillas favoritas, verdes con estrellas blancas. Y algo que no podía faltar, su enorme bolso de flores. A cualquier estilista de una revistas de moda de costaría mucho encontrar a alguien que mezclara la ropa de una manera tan singularmente singular.

Coge todas las cosas que va a necesitar y se dirige a la cocina. Abre la nevera y mira en su interior. No hay nada que la motive lo suficiente como para sacarlo de allí. Sus ojos hacen un escaneo concienzudo, pero nada. Su estómago está cerrado. Es curioso como a lo largo del día puede comer a todas horas y de todas las formas compulsivas de ingerir alimentos, pero ahora solo ver la fruta que está sobre la mesa le produce arcadas. Bueno, ya desayunará en la oficina. Eso se está convirtiendo en una de sus rutinas diarias. Desde que ha comenzado la jornada intensiva no es capaz de desayunar en casa. A esas horas todavía no es persona, y no sería capaz de aguantar hasta las cuatro, hora en la que está de regreso en casa.

Abre la puerta de casa y siente el frío de la calle. Esa es la primera sensación que experimenta cada día al salir de casa. No soporta esta época del año. Por la mañana tiene que ponerse una sudadera por el termómetro apenas alcanza los 15 grados, y a medio día no sabe dónde meterla porque el mismo termómetro no es capaz de bajar de 35.

Bueno, ya está. Ya ha salido del nido. Sus pies caminan hacia el coche que le llevará al autobús, que le llevará al metro, que le devolverá el relevo a sus pies para que la dirijan a la ofician. Y una vez allí se dará cuenta, tristemente, de que lleva más de dos horas y media despierta. Mira por la ventana y su mirada anodina se queda fija en uno de los pisos que está al otro lado del patio. Sería genial vivir allí. Sacaría el pie derecho de la cama y el izquierdo ya estaría en la oficina.

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