9.12.07

TIC-TAC

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Seguía tumbado en el suelo del salón. Le gustaba sentir el tacto frío y poco acogedor de las baldosas. Empezó a sonar el telefonillo, pero como había decidido unas horas atrás, no pensaba hacer nada al respecto. Sabía quién era, su editor de los cojones, y eso que no era un mal tipo, pero ahora solo podía llamarlo así… su editor de los cojones. ¿No podía haberse puesto enfermo, no le podía haber atropellado un tren, no podía haber descubierto a su mujer follando con otro la noche anterior? No, estaba claro que no. Se lo estaba imaginando, de pie frente a su portal, con su habitual chaqueta de pana color marrón acuoso y su habitual expresión cansina en la mirada. Empezaba a sentir su impaciencia. El sonido del timbre era cada vez más intenso, más prolongado, más hiriente.

Volvió a fijarse en el gotelé del techo. Y se concentró de tal manera que las formas empezaron a desdibujarse y a mezclarse unas con otras. Y de repente se dio cuenta de que el sonido provocado por los afilados dedos de Javier sobre el telefonillo había desaparecido, se había esfumado. Se empezó a sentir mejor, su corazón empezó a latir a un ritmo más humano y poco a poco pudo volver a respirar con naturalidad. Esta vez el temido ataque de ansiedad había remitido.

Se sintió identificado con uno de los personajes de su novela, Julián, al que había atropellado al final del segundo capítulo. Tirado en la Gran Vía y esperando a que llegase el Samur, solo podía pensar en sus hijos, a los que no volvería a ver si perecía en aquellas vergonzosas circunstancias. Ni siquiera tenía atados los cordones de los zapatos. Y él se sentía igual. Casi podía escuchar la sirena de la ambulancia acercándose. Pero el no era Julián y la sirena no iba a salvarle. Si no conseguía terminar su asquerosa novela no volvería a ver sus pequeños. La bruja de su mujer no permitiría que se volviese a retrasar en los pagos. Otra vez no.

Seguía pensando en sus hijos, en los hijos de Julián, en el cheque que necesitaba antes del viernes… Alargó el brazo hasta alcanzar la cajetilla de Marlboro. Después de fumarse dos cigarrillos en poco más de tres minutos volvió a intentarlo. El tic-tac del reloj le estaba volviendo loco, sentía como si le estuviera taladrando su poco útil cabeza. Al fin se levantó y se sentó frente al ordenador. Tras unos instantes de fallida inspiración se volvió a levantar de aquella silla que le había regalado su suegra, cuando todavía era su suegra, y se dirigió de mala gana al salón. Abrió la puerta del balcón. Aquella que siempre se atascaba cuando intentaba cerrarla, y esta vez, claro está, no iba a ser menos. Después de golpearla con todas sus fuerzas, y dar un par de patadas al marco hinchado por los años y la humedad, ésta terminó cediendo a sus demandas y se abrió. Echó una última mirada a su despertador, que sostenía en la mano derecha, y lo lanzó al patio del vecino. Lo siguió con su mirada hasta que se desplomó contra el suelo de cemento y las piezas saltaron por los aires.

Sin ni siquiera una última mirada al cadáver que permanecía extrañamente silencioso tres pisos bajo sus pies, intentó cerrar la puerta, pero después de varios intentos y de varios empujones violentos con su trasero, desistió de aquella tarea que a priori a cualquiera le resultaría fácil. Si al final su mujer iba a tener razón, si no era capaz de arreglar la dichosa puertecita, ¿cómo iba a escribir una novela?. Pero qué coño, a fin de cuentas él no estaba allí para cerrar la puerta del balcón. Solo tenía que escribir un par de líneas. Con eso se conformaba. Estaba seguro de que pasaría lo que siempre pasa. Una vez que había concluido las primeas frases, las demás venían solas. Pero esta vez la diosa fortuna estaba en su contra. Bueno, esta vez, y todas las demás veces.

Tan solo unas horas antes había empezado a urdir un plan de salvación. Fue justo cuando se dirigía a la nevera. Sacó un botellín de Mahon. Lo abrió. Se lo llevó a la boca y justo cuando el líquido empezaba a bajar por su garganta se dio cuenta de que no era eso lo que quería. Volvió a su silla y de forma inconsciente volvió a pensar en su suegra. Ya era hora de tirar aquella silla. Miró otra vez la página en blanco. Cerró los ojos y colocó los dedos suavemente sobre las teclas. Las tanteó hasta que al fin colocó sus dedos en posición de ataque, y esperó la inspiración. Sabía que aquella noche tenía que terminar el capítulo, con inspiración o sin ella. Estaba harto, ya no podía más. Tanto que empezaba a plantearse tirar su novela por la ventana. Con el despertador no había resultado tan difícil. Empezó a sentir ese sudor frío que tanto temía, y su cabeza empezó a dar vueltas a un ritmo vertiginoso. Quizás estaba enfermo, era posible, y quizás esa era su salvación. Podría llamar a su editor y decirle que tenía neumonía, o algo parecido. Eso ya lo pensaría después. Era una buena excusa para no abrir la puerta. Solo necesitaba una par de días más. Aunque todavía tenía que resolver un problema. Era muy probable que Javier le exigiera las primeras páginas. A fin de cuentas había tenido más de dos meses. No había excusa para ello, ninguna excusa para ello. También podría decirle que su ordenador había muerto llevándose consigo todo su preciado material. Aunque eso tampoco era muy verosímil. ¿Quién, en su sano juicio, escribiría una novela sin guardar cada página acabada en lugar seguro?

Pero eso ya daba igual. Javier ya había ido, ya había llamado insistentemente, y ya se había marchado. Y ahí se encontraba él. Se levantó por enésima vez y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa camilla que había en el centro de la habitación, se tumbó también por enésima vez sobre el frío suelo y allí se quedó, mirando fijamente el techo blanco. Aunque de blanco ya le quedaba poco, era más bien un color mezquino, que un día fue blanco, pero que el tabaco y la contaminación habían hecho de él un color que ya no merecía llamarse blanco. Tenía la extraña sensación de que sus pensamientos ya habían divagado sobre las diversas texturas del techo. ¿Por qué era capaz de pensar durante horas sobre esa anodina superficie, y no podía rematar a Julián?

Cerró los ojos e intentó dejar su mente en blanco. A lo mejor así conseguiría imaginar qué coño iba a hacer con él. Había sido víctima de un atropello en plena Gran Vía. Así había concluido el segundo capítulo. El infeliz estaba cruzando la calle a la altura de Callao y en un instante, el más crucial de su vida, los cordones de sus zapatos se desataron como en un intento de sublevación. ¿Qué probabilidades había de que los cordones de los zapatos, de ambos zapatos, se desataran a la vez, haciéndole caer de bruces justo cuando un taxi intentaba, sin éxito, esquivarlo? Claramente sus cordones habían intentado asesinarle, pero qué sentido tenía eso. El diagnóstico había sido contundente. Y dramático. Rotura de todas sus costillas, perdida de la visión del ojo izquierdo y rotura de ambos dedos meñiques de ambos pies. Si lo miraba con perspectiva, se daba cuenta de que no había nacido para escribir.

Mientras rememoraba la escena, que se le había ocurrido en plena explosión pasional con su novia meses atrás, empezó a sentir cómo la luz del amanecer luchaba por entrar a través de las persianas. Por primera vez fue consciente de que todo había terminado. Y él seguía tumbado otra vez, en el suelo, con la mirada fija otra vez, en el gotelé del techo. Quizá esa era la única solución. Quedarse muy quieto, no abrir la puerta, no contestar al teléfono, tirar el móvil por el vater, no moverse, no toser, no comer, no mear, no respirar. ¿Quién le iba a echar de menos? ¿La bruja de su mujer? ¿Sus hijos, que a fin de cuentas ya contaban con un nuevo padre, el hijo de puta ese vendedor de seguros a todo riesgo para camiones de trasporte de gallinas? ¿Su novia, que le había dejado dos días antes porque necesitaba más espacio para respirar? Respirar. Menuda gilipollez… Él no siempre lo hacía, y eso no había impedido que su vida siguiera adelante.

Aunque visto de otro modo, esto casi podía ser una buena noticia. No era el fin del mundo. Seguro que había algo que podía hacer para ganarse la vida sin tanto sufrimiento, sin sentirse tan ridículo, tan insignificante, tan falto de ideas, tan vulgar. A fin de cuentas ¿qué necesidad tenía él de sentarse cada día frente a un ordenador que se revelaba contra él? Quizás tendría que plantearse cambiar de oficio, vendedor de ataúdes, tal vez. Un trabajo tranquilo, sin presiones, en el que nunca le faltarían clientes, y en le que la gente con la que tendría que tratar estría tan apenada que apenas notarían su mediocridad.

O quizás podría escribir sobre un vendedor de ataúdes. Un tema interesante, un poco macabro, pero interesante. Un vendedor de ataúdes divorciado, con un par de críos a los que no había visto desde hacía meses porque la bruja de su mujer no había recibido ni una pizca de compresión al nacer. ¿Tan difícil era comprender que tras tres meses de paro provocado por el repentino descubrimiento acerca de su inaptitud para escribir, y el arduo y penoso trabajo de encontrar un nuevo empleo, había tenido que vivir penosamente de sus padres y no había podido hacer frente a la manutención de sus retoños? Unos retoños que además le odiaban porque cada día que pasaban con él significaba un día no pasado con su nuevo y millonario padre dueño de varios yates y de numerosos inmuebles en la costa. Mucho más interesantes para dos mocosos que un piso pequeño, sin play ni televisión y sin la posibilidad de salir de allí por falta de efectivo. La suegra también podría aparecer de vez en cuando para amenazarle con denunciarlo a la policía por haber asesinado a su antiguo editor, aparecido muerto hacía tres meses en dudosas circunstancias. Este, no sé, se podría haber liado con la suegra después de conocerla en la casa del vendedor de ataúdes un día en que ambos pasaban por allí. Uno para llevar el cheque correspondiente a los primeros capítulos de su novela fallida, la otra para recoger ese mismo cheque en concepto de los meses que habían pasado sin que su angelical hija hubiese recibido un duro de su impresentable exmarido en paro, ahora vendedor de ataúdes.

Por unos minutos había dejado de pensar. Había conseguido salir de esa espiral sin fondo en la que no dejaba de caer. Se levantó y sintió sus huesos entumecidos, embotados. Miró el reloj pero no estaba en su sitio. Llevaba más de tres años en el mismo lugar, que sólo había abandonado el día en que le abrió las tripas para dotarle de renovada energía. Recordó entonces que había hecho caída libre por el patio. Un final heroico para un cachivache que solo le amargaba la existencia. Se dirigió a la cocina y se agachó para ver la hora en el minúsculo reloj digital del horno. Habían pasado más de diez horas desde la primera vez que se tumbó en el suelo del salón. Intentó recordar cuándo comenzó esa afición suya tan extraña. Imposible. Normal que casi no pudiese sentir sus rodillas. Ya que se encontraba allí, se hizo un par de tostadas con pan duro de no sabía cuándo. Se las comió y echó un trago de agua directamente del grifo. Descolgó el teléfono, descolgó el telefonillo, se dirigió al baño y tras echar una interminable meada dejó caer el móvil al vater. Tiró de la cadena y se quedó mirando el torbellino de agua que luchaba por arrastrar el aparato a través del desagüe. Pero el torbellino pasó y el móvil seguía allí, burlándose de él. Una sonrisa incipiente, como la de alguien que se siente vencedor, se dibujó en su cara. Bueno, ya lo sacaría luego de allí, ahora tenía que escribir una novela.

1 comentario:

Nuria Cortés dijo...

Ups, que me los tengo que leer... A ver si mañana me dejan y te hago un comentario como Dios manda. De momento te recrimino porque no hay nada en tu blog de Londres... mira que me lo prometiste, pero claro, estarás como una loca paseando por la City y te has olvidado ya de los que esperamos tus noticias desde Madrid. ¿O es que te habrás perdido entre la fog y eso de que estaba desapareciendo era una falacia?

Nuria