25.7.07

LA HABITACIÓN ERA PEQUEÑA

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La habitación era pequeña, silenciosa y oscura. Las persianas bajadas apenas dejaban pasar la luz. Todo era gris, los muebles carecían de color, de personalidad, como si se hubiesen acostumbrado a esa penumbra.

Su casa se encontraba al otro lado de la calle principal, dónde estaban todas las casas del personal. Eran casas pequeñas, de dos pisos, de ladrillos naranjas y ventanas blancas. Si pasabas por allí, esas casas te transmitían la sensación de abandono, de suciedad, de alfombras llenas de polvo y muebles centenarios. Los coches que se apilaban en la calle eran de segunda o tercera mano. La mayoría eran rancheras grandes, sucias, destartaladas, y muchas carecían de ventanas y retrovisores.

Will entró en casa. Tiró las llaves en la mesa de la cocina. Todos sus libros estaban esparcidos por la habitación. Algunos estaban cerrados pero otros muchos estaban abiertos, creando un caos ordenado, como si su dueño los hubiera dejado a la mitad cabreado por no encontrar alguna respuesta. Esa misma tarde había pasado de uno a otro como un niño impaciente que quiere conocer el final sin ser capaz de saborear toda la historia.

Se sentía angustiado, irritado y daba vueltas por la habitación hasta que se encontró con sus ojos en el espejo que colgaba de la pared. El papel pintado se caía a cachos, pero eso a él no le importaba en absoluto. Quería traspasar el cristal, llegar a lo más profundo de sus ser, pero siempre que estaba cerca, el dolor y el temor le impulsaban a cambiar la vista de lugar, a separarse de sí mismo, como si eso fuese tan fácil. Él no lo sabía, pero tenía tanto miedo que simplemente dejaba que la vida se escurriera entre sus dedos. Sólo necesitaba su trabajo, que le permitía pagar el alquiler, y sus amigos, que le permitían vivir algunos momentos de algo que debía parecerse a la felicidad.

Había quedado con los chicos en el bar de siempre. Desde que tenía uso de razón, habían quedado allí cada viernes. Y jamás había faltado ninguno de ellos. Sólo una vez, cuando el padre de Charlie murió en un accidente de coche, éste estuvo algo más de un mes sin aparecer por allí. Pasado ese tiempo, se reincorporó a la rutina de los viernes como si nada hubiese pasado. Él no había faltado nunca. No tenía familia y nunca había estado enfermo. Vivía solo. El y sus libros, su única familia, sus aliados.

Escuchó el sonido del claxon y Chuckie no necesitó hacerlo sonar dos veces. Como cada viernes el ya estaba preparado. Salió de casa sin preocuparse de cerrar la puerta con llave y entró en el coche.

Will sabía, desde hacía algunos años, que las cosas habían cambiado entre ellos. Ya no se entendían tan bien como cuando eran niños. Entonces todos eran iguales; igual de altos, de tontos y de despreocupados por el mundo. Ahora había un abismo entre ellos. Nunca lo diría en voz alta, pero así era. No podían entenderle. Ni siquiera Chuckie, al que conocía desde siempre. Ambos lo sabían todo el uno del otro. Absolutamente todo. Incluso ambos sabían que Will jamás le diría nada que implicase ir más allá de las cosas que les ocurrían cada día.

También Chukie era consciente de que las cosas habían cambiado. Will era inteligente, demasiado inteligente para él. Era capaz de leer un libro en unas horas, y lo que era más increíble, era capaz de memorizarlo de cabo a rabo. Desde hacía algún tiempo siempre estaba triste, andaba por el mundo como si soportara un enorme peso sobre sus hombros, y lo que más le dolía era que él nunca hablaba de ello. A Will no se le daban bien las palabras, sobre todo cuando se trataba de sus propias palabras. Era más bien callado, tímido, y jamás contaba lo que le pasaba por la cabeza. Sentía que jamás tendría acceso a los sentimientos de Will.

Will trabajaba en la Universidad y Chukie no se explicaba por qué no dejaba ese trabajo de fregona. Si quería podría conseguir un puesto en la construcción, como él. Ganaría casi el doble y no tendría que fregar el suelo de esos niñatos pijos. Se lo había ofrecido miles de veces y la respuesta siempre había sido la misma. No tendría que soportar aquellas miradas por encima del hombro. Esas que aquellos chicos hacían tan bien, sobre todo cuando se trataba de otro chaval con su misma edad. Él mejor que nadie sabía que Will podría largarse de aquel lugar, pero en vez de eso, como si fuese un ser transparente, sin materia, cada día fregaba esos pasillos interminables.

Pero lo que Chukie no sabía era que Will disfrutaba en aquel lugar. Le gustaba el olor de los libros, de la pizarra, del polvo que desprendía la tiza al caer. Y lo que Chukie tampoco sabía era que Will se metía a escondidas en las aulas de matemáticas para comprobar que era capaz de resolver cualquier problema que el profesor pudiese plantear. Era una suerte que nunca borrasen la pizarra. Para él no era más que un juego. Algo tan fácil que le resultaba imposible que aquellos muchachos, que llevaban años estudiando, no pudieran encontrar la solución. Él no tenía que esforzarse. Simplemente las soluciones estaban en su cabeza, solo tenía que dejarlas salir, dejarlas fluir como si fueran ideas con vida propia que solo utilizaban sus manos como instrumentos para hacerse visibles en el mundo. Tenía un don que nadie más tenía, y nadie lo sabía, ni siquiera él.

Aquel mediodía, el profesor Lambeau, sin duda el más prestigioso con que contaba la Universidad, había dejado un problema colgado en la pared, en espera de algún alumno talentoso le encontrase la solución. En clase había dado a su auditorio todo un semestre para descifrar un problema que él, el profesor Lambeau, había tardado años en plantear. Lo que no se imaginaba es que encontraría el problema resuelto al día siguiente. Y lo que tampoco se imaginaba es que lo habían resuelto durante la noche.

Esa noche Will se encontraría con un dilema. Era la primera vez que lo que encontraba en la pizarra era un problema sin solución. Miró a derecha e izquierda, cerciorándose de que no hubiese nadie en los pasillos, y se acercó para mirarlo atentamente. Sus ojos recorrieron ansiosos la tiza que le desafiaba en la pizarra. Sintió que estaba allí para él, que le estaba esperando. Volvió a mirar a ambos lados, y se recreó en ese sentimiento de inquietud, de nervios a flor de pie, algo parecido a lo que sentía siendo niño cuando él y los chicos robaban chocolatinas en la gasolinera. Cogió una de las tizas, y como si hubiese sido poseído llenó la pizarra con respuestas, perdiendo la noción del tiempo, y dándoles a aquellos estudiantes la solución que eran incapaces de encontrar. Sin ser muy consciente, sintió desprecio por ellos. Volvió a mirar a derecha e izquierda y siguió fregando como si tan cosa.

Al salir de aquel edificio se encontró con los chicos que le esperaban en el coche.
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