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Seguía tumbado en el suelo del salón. Le gustaba sentir el tacto frío y poco acogedor de las baldosas. Empezó a sonar el telefonillo, pero como había decidido unas horas atrás, no pensaba hacer nada al respecto. Sabía quién era, su editor de los cojones, y eso que no era un mal tipo, pero ahora solo podía llamarlo así… su editor de los cojones. ¿No podía haberse puesto enfermo, no le podía haber atropellado un tren, no podía haber descubierto a su mujer follando con otro la noche anterior? No, estaba claro que no. Se lo estaba imaginando, de pie frente a su portal, con su habitual chaqueta de pana color marrón acuoso y su habitual expresión cansina en la mirada. Empezaba a sentir su impaciencia. El sonido del timbre era cada vez más intenso, más prolongado, más hiriente.
Volvió a fijarse en el gotelé del techo. Y se concentró de tal manera que las formas empezaron a desdibujarse y a mezclarse unas con otras. Y de repente se dio cuenta de que el sonido provocado por los afilados dedos de Javier sobre el telefonillo había desaparecido, se había esfumado. Se empezó a sentir mejor, su corazón empezó a latir a un ritmo más humano y poco a poco pudo volver a respirar con naturalidad. Esta vez el temido ataque de ansiedad había remitido.
Se sintió identificado con uno de los personajes de su novela, Julián, al que había atropellado al final del segundo capítulo. Tirado en la Gran Vía y esperando a que llegase el Samur, solo podía pensar en sus hijos, a los que no volvería a ver si perecía en aquellas vergonzosas circunstancias. Ni siquiera tenía atados los cordones de los zapatos. Y él se sentía igual. Casi podía escuchar la sirena de la ambulancia acercándose. Pero el no era Julián y la sirena no iba a salvarle. Si no conseguía terminar su asquerosa novela no volvería a ver sus pequeños. La bruja de su mujer no permitiría que se volviese a retrasar en los pagos. Otra vez no.
Seguía pensando en sus hijos, en los hijos de Julián, en el cheque que necesitaba antes del viernes… Alargó el brazo hasta alcanzar la cajetilla de Marlboro. Después de fumarse dos cigarrillos en poco más de tres minutos volvió a intentarlo. El tic-tac del reloj le estaba volviendo loco, sentía como si le estuviera taladrando su poco útil cabeza. Al fin se levantó y se sentó frente al ordenador. Tras unos instantes de fallida inspiración se volvió a levantar de aquella silla que le había regalado su suegra, cuando todavía era su suegra, y se dirigió de mala gana al salón. Abrió la puerta del balcón. Aquella que siempre se atascaba cuando intentaba cerrarla, y esta vez, claro está, no iba a ser menos. Después de golpearla con todas sus fuerzas, y dar un par de patadas al marco hinchado por los años y la humedad, ésta terminó cediendo a sus demandas y se abrió. Echó una última mirada a su despertador, que sostenía en la mano derecha, y lo lanzó al patio del vecino. Lo siguió con su mirada hasta que se desplomó contra el suelo de cemento y las piezas saltaron por los aires.
Sin ni siquiera una última mirada al cadáver que permanecía extrañamente silencioso tres pisos bajo sus pies, intentó cerrar la puerta, pero después de varios intentos y de varios empujones violentos con su trasero, desistió de aquella tarea que a priori a cualquiera le resultaría fácil. Si al final su mujer iba a tener razón, si no era capaz de arreglar la dichosa puertecita, ¿cómo iba a escribir una novela?. Pero qué coño, a fin de cuentas él no estaba allí para cerrar la puerta del balcón. Solo tenía que escribir un par de líneas. Con eso se conformaba. Estaba seguro de que pasaría lo que siempre pasa. Una vez que había concluido las primeas frases, las demás venían solas. Pero esta vez la diosa fortuna estaba en su contra. Bueno, esta vez, y todas las demás veces.
Tan solo unas horas antes había empezado a urdir un plan de salvación. Fue justo cuando se dirigía a la nevera. Sacó un botellín de Mahon. Lo abrió. Se lo llevó a la boca y justo cuando el líquido empezaba a bajar por su garganta se dio cuenta de que no era eso lo que quería. Volvió a su silla y de forma inconsciente volvió a pensar en su suegra. Ya era hora de tirar aquella silla. Miró otra vez la página en blanco. Cerró los ojos y colocó los dedos suavemente sobre las teclas. Las tanteó hasta que al fin colocó sus dedos en posición de ataque, y esperó la inspiración. Sabía que aquella noche tenía que terminar el capítulo, con inspiración o sin ella. Estaba harto, ya no podía más. Tanto que empezaba a plantearse tirar su novela por la ventana. Con el despertador no había resultado tan difícil. Empezó a sentir ese sudor frío que tanto temía, y su cabeza empezó a dar vueltas a un ritmo vertiginoso. Quizás estaba enfermo, era posible, y quizás esa era su salvación. Podría llamar a su editor y decirle que tenía neumonía, o algo parecido. Eso ya lo pensaría después. Era una buena excusa para no abrir la puerta. Solo necesitaba una par de días más. Aunque todavía tenía que resolver un problema. Era muy probable que Javier le exigiera las primeras páginas. A fin de cuentas había tenido más de dos meses. No había excusa para ello, ninguna excusa para ello. También podría decirle que su ordenador había muerto llevándose consigo todo su preciado material. Aunque eso tampoco era muy verosímil. ¿Quién, en su sano juicio, escribiría una novela sin guardar cada página acabada en lugar seguro?
Pero eso ya daba igual. Javier ya había ido, ya había llamado insistentemente, y ya se había marchado. Y ahí se encontraba él. Se levantó por enésima vez y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa camilla que había en el centro de la habitación, se tumbó también por enésima vez sobre el frío suelo y allí se quedó, mirando fijamente el techo blanco. Aunque de blanco ya le quedaba poco, era más bien un color mezquino, que un día fue blanco, pero que el tabaco y la contaminación habían hecho de él un color que ya no merecía llamarse blanco. Tenía la extraña sensación de que sus pensamientos ya habían divagado sobre las diversas texturas del techo. ¿Por qué era capaz de pensar durante horas sobre esa anodina superficie, y no podía rematar a Julián?
Cerró los ojos e intentó dejar su mente en blanco. A lo mejor así conseguiría imaginar qué coño iba a hacer con él. Había sido víctima de un atropello en plena Gran Vía. Así había concluido el segundo capítulo. El infeliz estaba cruzando la calle a la altura de Callao y en un instante, el más crucial de su vida, los cordones de sus zapatos se desataron como en un intento de sublevación. ¿Qué probabilidades había de que los cordones de los zapatos, de ambos zapatos, se desataran a la vez, haciéndole caer de bruces justo cuando un taxi intentaba, sin éxito, esquivarlo? Claramente sus cordones habían intentado asesinarle, pero qué sentido tenía eso. El diagnóstico había sido contundente. Y dramático. Rotura de todas sus costillas, perdida de la visión del ojo izquierdo y rotura de ambos dedos meñiques de ambos pies. Si lo miraba con perspectiva, se daba cuenta de que no había nacido para escribir.
Mientras rememoraba la escena, que se le había ocurrido en plena explosión pasional con su novia meses atrás, empezó a sentir cómo la luz del amanecer luchaba por entrar a través de las persianas. Por primera vez fue consciente de que todo había terminado. Y él seguía tumbado otra vez, en el suelo, con la mirada fija otra vez, en el gotelé del techo. Quizá esa era la única solución. Quedarse muy quieto, no abrir la puerta, no contestar al teléfono, tirar el móvil por el vater, no moverse, no toser, no comer, no mear, no respirar. ¿Quién le iba a echar de menos? ¿La bruja de su mujer? ¿Sus hijos, que a fin de cuentas ya contaban con un nuevo padre, el hijo de puta ese vendedor de seguros a todo riesgo para camiones de trasporte de gallinas? ¿Su novia, que le había dejado dos días antes porque necesitaba más espacio para respirar? Respirar. Menuda gilipollez… Él no siempre lo hacía, y eso no había impedido que su vida siguiera adelante.
Aunque visto de otro modo, esto casi podía ser una buena noticia. No era el fin del mundo. Seguro que había algo que podía hacer para ganarse la vida sin tanto sufrimiento, sin sentirse tan ridículo, tan insignificante, tan falto de ideas, tan vulgar. A fin de cuentas ¿qué necesidad tenía él de sentarse cada día frente a un ordenador que se revelaba contra él? Quizás tendría que plantearse cambiar de oficio, vendedor de ataúdes, tal vez. Un trabajo tranquilo, sin presiones, en el que nunca le faltarían clientes, y en le que la gente con la que tendría que tratar estría tan apenada que apenas notarían su mediocridad.
O quizás podría escribir sobre un vendedor de ataúdes. Un tema interesante, un poco macabro, pero interesante. Un vendedor de ataúdes divorciado, con un par de críos a los que no había visto desde hacía meses porque la bruja de su mujer no había recibido ni una pizca de compresión al nacer. ¿Tan difícil era comprender que tras tres meses de paro provocado por el repentino descubrimiento acerca de su inaptitud para escribir, y el arduo y penoso trabajo de encontrar un nuevo empleo, había tenido que vivir penosamente de sus padres y no había podido hacer frente a la manutención de sus retoños? Unos retoños que además le odiaban porque cada día que pasaban con él significaba un día no pasado con su nuevo y millonario padre dueño de varios yates y de numerosos inmuebles en la costa. Mucho más interesantes para dos mocosos que un piso pequeño, sin play ni televisión y sin la posibilidad de salir de allí por falta de efectivo. La suegra también podría aparecer de vez en cuando para amenazarle con denunciarlo a la policía por haber asesinado a su antiguo editor, aparecido muerto hacía tres meses en dudosas circunstancias. Este, no sé, se podría haber liado con la suegra después de conocerla en la casa del vendedor de ataúdes un día en que ambos pasaban por allí. Uno para llevar el cheque correspondiente a los primeros capítulos de su novela fallida, la otra para recoger ese mismo cheque en concepto de los meses que habían pasado sin que su angelical hija hubiese recibido un duro de su impresentable exmarido en paro, ahora vendedor de ataúdes.
Por unos minutos había dejado de pensar. Había conseguido salir de esa espiral sin fondo en la que no dejaba de caer. Se levantó y sintió sus huesos entumecidos, embotados. Miró el reloj pero no estaba en su sitio. Llevaba más de tres años en el mismo lugar, que sólo había abandonado el día en que le abrió las tripas para dotarle de renovada energía. Recordó entonces que había hecho caída libre por el patio. Un final heroico para un cachivache que solo le amargaba la existencia. Se dirigió a la cocina y se agachó para ver la hora en el minúsculo reloj digital del horno. Habían pasado más de diez horas desde la primera vez que se tumbó en el suelo del salón. Intentó recordar cuándo comenzó esa afición suya tan extraña. Imposible. Normal que casi no pudiese sentir sus rodillas. Ya que se encontraba allí, se hizo un par de tostadas con pan duro de no sabía cuándo. Se las comió y echó un trago de agua directamente del grifo. Descolgó el teléfono, descolgó el telefonillo, se dirigió al baño y tras echar una interminable meada dejó caer el móvil al vater. Tiró de la cadena y se quedó mirando el torbellino de agua que luchaba por arrastrar el aparato a través del desagüe. Pero el torbellino pasó y el móvil seguía allí, burlándose de él. Una sonrisa incipiente, como la de alguien que se siente vencedor, se dibujó en su cara. Bueno, ya lo sacaría luego de allí, ahora tenía que escribir una novela.
9.12.07
30.7.07
LA TRISTE HISTORIA DEL PEZ NARANJA
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Pero él no estaba convencido del todo. Claro está que cuando tu padre te dice algo tiene que ser verdad, ¿no? Tienes que creerle. O eso creía él por aquel entonces. Lo que su padre no sabía es que él sí sabía, que Hasky no estaba en el Manzanares, porque estaba nadando en la pecera.
Ellos no sabían distinguir a Harry de Hasky. Él supo distinguirlos desde el primer día, desde el momento en que llegaron a casa en una bolsa transparente y raquítica. Apenas se podían mover ahí dentro. Cuando volcó la bolsa en la pecera nueva; reluciente y nueva, sintió la felicidad de los peces. No es que tuvieran mucho más sitio, pero nadaban dando vueltas en la esfera, sin parar nunca, como si no se diesen cuenta de que es eso lo que hacían, dar vueltas.
Harry era más naranja que Hasky. Por eso podía distinguirlos. Cuando llegaron a casa mamá me dijo que tenía que encontrar sus nombres. Eso me dijo, encontrar. Debía mirarlos y saber sus nombres sin que ellos abrieran la boca. Como ella hizo con nosotros. Eso es algo bastante difícil, sobretodo para un niño de seis años. Harry era muy naranja, casi como una mandarina bien madura, así pude distinguirlos. Hasky, en cambio, era más bien amarillento, desteñido, como las camisetas que se pone papá los domingos.
- Mamá, ya he encontrado su nombre.
- ¿En serio? ¿Y cuál es?
- El naranja es Harry. El amarillo todavía no tiene nombre.
- ¿El naranja y el amarillo? Pero si son iguales.
- No, no lo son. Tú no puedes verlo porque eres mayor. Pero yo si puedo. Uno es naranja y el otro amarillo. Y el naranja es Harry, y es mi preferido. Siempre me ha gustado más el color naranja.
- Y cómo vas a hablar con el amarillo si no tiene nombre.
- Mamá, deberías saber que los peces no hablan.
No sería hasta dos semanas más tarde cuando encontramos el nombre de Hasky. La idea me la dio mi hermana pequeña. Solo tiene cuatros años pero de vez en cuando se hace escuchar. Me dijo que le pez pequeño se llamaba Hasky. Que él mismo se lo había dicho en un sueño. No sabía si debía creerla, pero le nombre de Hasky me gustaba.
- No digas chorradas, Marta. Harry y el otro pez son iguales.
- No, no lo son. El otro es más pequeño y se llama Hasky. Tú no puedes verlo porque ya eres mayor. Pero se llama Hasky. Me lo dijo ayer, en un sueño. Nadaba con ellos en la pecera y el pez pequeño me dijo que se llamaba Hasky.
La historia parecía bastante contundente, así que fue de esta manera como aquellos peces encontraron sus nombres. Y yo acepté como un hombre que ya era demasiado mayor para ver que Hasky era un pez más pequeño. Aún así, yo seguía prefiriendo a Harry. Tal vez no veía que era el más grande, pero lo que sí podía ver es que era el más naranja. Y el naranja seguía siendo mi preferido.
Por eso yo sabía que papá mentía. Me dijo que Hasky se encontraba mal y que se lo había llevado al Manzanares. Pero Hasky seguía vivito y coleando en su pecera. El que había desaparecido era Harry.
- Javi, ¿Por qué dice papá que se ha llevado a Hasky? Le he dicho que Hasky está en la pecera y dice que no diga tonterías. Tú me crees, ¿verdad? Hasky está en la pecera. ¿Tú me crees, no?
- Si te creo. Claro que Hasky está en la pecera. Tu pez pequeño y amarillo sigue en la pecera.
- No es amarillo.
- Si, claro que lo es. Es amarillo. Y odio el amarillo.
- A lo mejor Harry se ha marchado.
- Si, a lo mejor.
Fui al cuarto donde papá estaba leyendo y le pregunté qué había hecho con Harry. Le dije que no estaba en la pecera, que yo sabía muy bien distinguir a mi pez y que no estaba en la pecera. Entonces él me sentó a su lado y me dijo que estaba enfermo y que lo había llevado a la tienda de animales, para que lo curaran. Que me había dicho que estaba en el Manzanares para que no estuviese triste.
Me dijo que iríamos a la tienda a por él. Que ya lo habrían curado y que iríamos a buscarlo. No sabía si fiarme de él. A fin de cuentas ya me había mentido una vez. ¿Por qué no iba a hacerlo una segunda? Sé que lo hizo para no preocuparme, pero yo ya soy mayor. Si no puedo ver que Harry es un pez grande es porque ya soy mayor. Y los mayores puedes saber la verdad, sin llorar ni nada. Yo no habría llorado si me hubiese dicho la verdad. Marta a lo mejor si, pero yo no.
La tienda de animales me encanta. Siempre que hacemos la compra paramos en la tienda de animales. Casi nunca me dejan entrar pero puedo quedarme un rato mirando a los perros del escaparate. También hay conejos, pero lo que a mí me gustan son los perros. Los miro a todos y decido cuál me llevaría a casa. Cada día es uno diferente. Y cada día le pregunto a mamá cuándo me lo podré llevar.
- Cuando seas mayor.
- Ya soy mayor.
- Ya sé que eres mayor. Pero para cuidar a un perro tienes que ser más mayor. Tendrás que encargarte de él. Darle de comer, llevarlo a pasear, todo eso. Todavía eres muy pequeño.
- ¿Cuando tenga 7?
- Cuando tengas 8, ya veremos.
Después de la visita habitual a los perros del escaparate, aquel sábado entramos en la tienda. Íbamos a buscar a Harry. Papá me dijo que me acercara y que buscara a Harry en la pecera. Había muchos peces de lo que parecía ser un color naranja, pero ninguno tan naranja como Harry. Le dije a papá que allí no estaba.
- Si está. Búscalo bien.
- ¿Pero no ves que ninguno es Harry?.
- Lo sé, pero ha estado enfermo. Los peces cuando están enfermos pierden el color. Cuando lleve unos días en casa volver a ser naranja. Anda, ve y busca a Harry.
Y así lo hice. Me llevé el pez más naranja de todos los que nadaban en la pecera. En casa esperaba a que se volviera tan naranja como había sido Harry, pero eso nunca sucedió. Así que fui al cuarto de papá y se lo dije.
- Papá, le he buscado un nuevo nombre al pez. Ahora se llama Perry.
- ¿Ahora?
- Si, no creo que debamos llamarle Harry. Cuando Harry vuelva se enfadará si le hemos dado su nombre a otro pez.
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Pero él no estaba convencido del todo. Claro está que cuando tu padre te dice algo tiene que ser verdad, ¿no? Tienes que creerle. O eso creía él por aquel entonces. Lo que su padre no sabía es que él sí sabía, que Hasky no estaba en el Manzanares, porque estaba nadando en la pecera.
Ellos no sabían distinguir a Harry de Hasky. Él supo distinguirlos desde el primer día, desde el momento en que llegaron a casa en una bolsa transparente y raquítica. Apenas se podían mover ahí dentro. Cuando volcó la bolsa en la pecera nueva; reluciente y nueva, sintió la felicidad de los peces. No es que tuvieran mucho más sitio, pero nadaban dando vueltas en la esfera, sin parar nunca, como si no se diesen cuenta de que es eso lo que hacían, dar vueltas.
Harry era más naranja que Hasky. Por eso podía distinguirlos. Cuando llegaron a casa mamá me dijo que tenía que encontrar sus nombres. Eso me dijo, encontrar. Debía mirarlos y saber sus nombres sin que ellos abrieran la boca. Como ella hizo con nosotros. Eso es algo bastante difícil, sobretodo para un niño de seis años. Harry era muy naranja, casi como una mandarina bien madura, así pude distinguirlos. Hasky, en cambio, era más bien amarillento, desteñido, como las camisetas que se pone papá los domingos.
- Mamá, ya he encontrado su nombre.
- ¿En serio? ¿Y cuál es?
- El naranja es Harry. El amarillo todavía no tiene nombre.
- ¿El naranja y el amarillo? Pero si son iguales.
- No, no lo son. Tú no puedes verlo porque eres mayor. Pero yo si puedo. Uno es naranja y el otro amarillo. Y el naranja es Harry, y es mi preferido. Siempre me ha gustado más el color naranja.
- Y cómo vas a hablar con el amarillo si no tiene nombre.
- Mamá, deberías saber que los peces no hablan.
No sería hasta dos semanas más tarde cuando encontramos el nombre de Hasky. La idea me la dio mi hermana pequeña. Solo tiene cuatros años pero de vez en cuando se hace escuchar. Me dijo que le pez pequeño se llamaba Hasky. Que él mismo se lo había dicho en un sueño. No sabía si debía creerla, pero le nombre de Hasky me gustaba.
- No digas chorradas, Marta. Harry y el otro pez son iguales.
- No, no lo son. El otro es más pequeño y se llama Hasky. Tú no puedes verlo porque ya eres mayor. Pero se llama Hasky. Me lo dijo ayer, en un sueño. Nadaba con ellos en la pecera y el pez pequeño me dijo que se llamaba Hasky.
La historia parecía bastante contundente, así que fue de esta manera como aquellos peces encontraron sus nombres. Y yo acepté como un hombre que ya era demasiado mayor para ver que Hasky era un pez más pequeño. Aún así, yo seguía prefiriendo a Harry. Tal vez no veía que era el más grande, pero lo que sí podía ver es que era el más naranja. Y el naranja seguía siendo mi preferido.
Por eso yo sabía que papá mentía. Me dijo que Hasky se encontraba mal y que se lo había llevado al Manzanares. Pero Hasky seguía vivito y coleando en su pecera. El que había desaparecido era Harry.
- Javi, ¿Por qué dice papá que se ha llevado a Hasky? Le he dicho que Hasky está en la pecera y dice que no diga tonterías. Tú me crees, ¿verdad? Hasky está en la pecera. ¿Tú me crees, no?
- Si te creo. Claro que Hasky está en la pecera. Tu pez pequeño y amarillo sigue en la pecera.
- No es amarillo.
- Si, claro que lo es. Es amarillo. Y odio el amarillo.
- A lo mejor Harry se ha marchado.
- Si, a lo mejor.
Fui al cuarto donde papá estaba leyendo y le pregunté qué había hecho con Harry. Le dije que no estaba en la pecera, que yo sabía muy bien distinguir a mi pez y que no estaba en la pecera. Entonces él me sentó a su lado y me dijo que estaba enfermo y que lo había llevado a la tienda de animales, para que lo curaran. Que me había dicho que estaba en el Manzanares para que no estuviese triste.
Me dijo que iríamos a la tienda a por él. Que ya lo habrían curado y que iríamos a buscarlo. No sabía si fiarme de él. A fin de cuentas ya me había mentido una vez. ¿Por qué no iba a hacerlo una segunda? Sé que lo hizo para no preocuparme, pero yo ya soy mayor. Si no puedo ver que Harry es un pez grande es porque ya soy mayor. Y los mayores puedes saber la verdad, sin llorar ni nada. Yo no habría llorado si me hubiese dicho la verdad. Marta a lo mejor si, pero yo no.
La tienda de animales me encanta. Siempre que hacemos la compra paramos en la tienda de animales. Casi nunca me dejan entrar pero puedo quedarme un rato mirando a los perros del escaparate. También hay conejos, pero lo que a mí me gustan son los perros. Los miro a todos y decido cuál me llevaría a casa. Cada día es uno diferente. Y cada día le pregunto a mamá cuándo me lo podré llevar.
- Cuando seas mayor.
- Ya soy mayor.
- Ya sé que eres mayor. Pero para cuidar a un perro tienes que ser más mayor. Tendrás que encargarte de él. Darle de comer, llevarlo a pasear, todo eso. Todavía eres muy pequeño.
- ¿Cuando tenga 7?
- Cuando tengas 8, ya veremos.
Después de la visita habitual a los perros del escaparate, aquel sábado entramos en la tienda. Íbamos a buscar a Harry. Papá me dijo que me acercara y que buscara a Harry en la pecera. Había muchos peces de lo que parecía ser un color naranja, pero ninguno tan naranja como Harry. Le dije a papá que allí no estaba.
- Si está. Búscalo bien.
- ¿Pero no ves que ninguno es Harry?.
- Lo sé, pero ha estado enfermo. Los peces cuando están enfermos pierden el color. Cuando lleve unos días en casa volver a ser naranja. Anda, ve y busca a Harry.
Y así lo hice. Me llevé el pez más naranja de todos los que nadaban en la pecera. En casa esperaba a que se volviera tan naranja como había sido Harry, pero eso nunca sucedió. Así que fui al cuarto de papá y se lo dije.
- Papá, le he buscado un nuevo nombre al pez. Ahora se llama Perry.
- ¿Ahora?
- Si, no creo que debamos llamarle Harry. Cuando Harry vuelva se enfadará si le hemos dado su nombre a otro pez.
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25.7.07
LA HABITACIÓN ERA PEQUEÑA
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La habitación era pequeña, silenciosa y oscura. Las persianas bajadas apenas dejaban pasar la luz. Todo era gris, los muebles carecían de color, de personalidad, como si se hubiesen acostumbrado a esa penumbra.
Su casa se encontraba al otro lado de la calle principal, dónde estaban todas las casas del personal. Eran casas pequeñas, de dos pisos, de ladrillos naranjas y ventanas blancas. Si pasabas por allí, esas casas te transmitían la sensación de abandono, de suciedad, de alfombras llenas de polvo y muebles centenarios. Los coches que se apilaban en la calle eran de segunda o tercera mano. La mayoría eran rancheras grandes, sucias, destartaladas, y muchas carecían de ventanas y retrovisores.
Will entró en casa. Tiró las llaves en la mesa de la cocina. Todos sus libros estaban esparcidos por la habitación. Algunos estaban cerrados pero otros muchos estaban abiertos, creando un caos ordenado, como si su dueño los hubiera dejado a la mitad cabreado por no encontrar alguna respuesta. Esa misma tarde había pasado de uno a otro como un niño impaciente que quiere conocer el final sin ser capaz de saborear toda la historia.
Se sentía angustiado, irritado y daba vueltas por la habitación hasta que se encontró con sus ojos en el espejo que colgaba de la pared. El papel pintado se caía a cachos, pero eso a él no le importaba en absoluto. Quería traspasar el cristal, llegar a lo más profundo de sus ser, pero siempre que estaba cerca, el dolor y el temor le impulsaban a cambiar la vista de lugar, a separarse de sí mismo, como si eso fuese tan fácil. Él no lo sabía, pero tenía tanto miedo que simplemente dejaba que la vida se escurriera entre sus dedos. Sólo necesitaba su trabajo, que le permitía pagar el alquiler, y sus amigos, que le permitían vivir algunos momentos de algo que debía parecerse a la felicidad.
Había quedado con los chicos en el bar de siempre. Desde que tenía uso de razón, habían quedado allí cada viernes. Y jamás había faltado ninguno de ellos. Sólo una vez, cuando el padre de Charlie murió en un accidente de coche, éste estuvo algo más de un mes sin aparecer por allí. Pasado ese tiempo, se reincorporó a la rutina de los viernes como si nada hubiese pasado. Él no había faltado nunca. No tenía familia y nunca había estado enfermo. Vivía solo. El y sus libros, su única familia, sus aliados.
Escuchó el sonido del claxon y Chuckie no necesitó hacerlo sonar dos veces. Como cada viernes el ya estaba preparado. Salió de casa sin preocuparse de cerrar la puerta con llave y entró en el coche.
Will sabía, desde hacía algunos años, que las cosas habían cambiado entre ellos. Ya no se entendían tan bien como cuando eran niños. Entonces todos eran iguales; igual de altos, de tontos y de despreocupados por el mundo. Ahora había un abismo entre ellos. Nunca lo diría en voz alta, pero así era. No podían entenderle. Ni siquiera Chuckie, al que conocía desde siempre. Ambos lo sabían todo el uno del otro. Absolutamente todo. Incluso ambos sabían que Will jamás le diría nada que implicase ir más allá de las cosas que les ocurrían cada día.
También Chukie era consciente de que las cosas habían cambiado. Will era inteligente, demasiado inteligente para él. Era capaz de leer un libro en unas horas, y lo que era más increíble, era capaz de memorizarlo de cabo a rabo. Desde hacía algún tiempo siempre estaba triste, andaba por el mundo como si soportara un enorme peso sobre sus hombros, y lo que más le dolía era que él nunca hablaba de ello. A Will no se le daban bien las palabras, sobre todo cuando se trataba de sus propias palabras. Era más bien callado, tímido, y jamás contaba lo que le pasaba por la cabeza. Sentía que jamás tendría acceso a los sentimientos de Will.
Will trabajaba en la Universidad y Chukie no se explicaba por qué no dejaba ese trabajo de fregona. Si quería podría conseguir un puesto en la construcción, como él. Ganaría casi el doble y no tendría que fregar el suelo de esos niñatos pijos. Se lo había ofrecido miles de veces y la respuesta siempre había sido la misma. No tendría que soportar aquellas miradas por encima del hombro. Esas que aquellos chicos hacían tan bien, sobre todo cuando se trataba de otro chaval con su misma edad. Él mejor que nadie sabía que Will podría largarse de aquel lugar, pero en vez de eso, como si fuese un ser transparente, sin materia, cada día fregaba esos pasillos interminables.
Pero lo que Chukie no sabía era que Will disfrutaba en aquel lugar. Le gustaba el olor de los libros, de la pizarra, del polvo que desprendía la tiza al caer. Y lo que Chukie tampoco sabía era que Will se metía a escondidas en las aulas de matemáticas para comprobar que era capaz de resolver cualquier problema que el profesor pudiese plantear. Era una suerte que nunca borrasen la pizarra. Para él no era más que un juego. Algo tan fácil que le resultaba imposible que aquellos muchachos, que llevaban años estudiando, no pudieran encontrar la solución. Él no tenía que esforzarse. Simplemente las soluciones estaban en su cabeza, solo tenía que dejarlas salir, dejarlas fluir como si fueran ideas con vida propia que solo utilizaban sus manos como instrumentos para hacerse visibles en el mundo. Tenía un don que nadie más tenía, y nadie lo sabía, ni siquiera él.
Aquel mediodía, el profesor Lambeau, sin duda el más prestigioso con que contaba la Universidad, había dejado un problema colgado en la pared, en espera de algún alumno talentoso le encontrase la solución. En clase había dado a su auditorio todo un semestre para descifrar un problema que él, el profesor Lambeau, había tardado años en plantear. Lo que no se imaginaba es que encontraría el problema resuelto al día siguiente. Y lo que tampoco se imaginaba es que lo habían resuelto durante la noche.
Esa noche Will se encontraría con un dilema. Era la primera vez que lo que encontraba en la pizarra era un problema sin solución. Miró a derecha e izquierda, cerciorándose de que no hubiese nadie en los pasillos, y se acercó para mirarlo atentamente. Sus ojos recorrieron ansiosos la tiza que le desafiaba en la pizarra. Sintió que estaba allí para él, que le estaba esperando. Volvió a mirar a ambos lados, y se recreó en ese sentimiento de inquietud, de nervios a flor de pie, algo parecido a lo que sentía siendo niño cuando él y los chicos robaban chocolatinas en la gasolinera. Cogió una de las tizas, y como si hubiese sido poseído llenó la pizarra con respuestas, perdiendo la noción del tiempo, y dándoles a aquellos estudiantes la solución que eran incapaces de encontrar. Sin ser muy consciente, sintió desprecio por ellos. Volvió a mirar a derecha e izquierda y siguió fregando como si tan cosa.
Al salir de aquel edificio se encontró con los chicos que le esperaban en el coche.
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La habitación era pequeña, silenciosa y oscura. Las persianas bajadas apenas dejaban pasar la luz. Todo era gris, los muebles carecían de color, de personalidad, como si se hubiesen acostumbrado a esa penumbra.
Su casa se encontraba al otro lado de la calle principal, dónde estaban todas las casas del personal. Eran casas pequeñas, de dos pisos, de ladrillos naranjas y ventanas blancas. Si pasabas por allí, esas casas te transmitían la sensación de abandono, de suciedad, de alfombras llenas de polvo y muebles centenarios. Los coches que se apilaban en la calle eran de segunda o tercera mano. La mayoría eran rancheras grandes, sucias, destartaladas, y muchas carecían de ventanas y retrovisores.
Will entró en casa. Tiró las llaves en la mesa de la cocina. Todos sus libros estaban esparcidos por la habitación. Algunos estaban cerrados pero otros muchos estaban abiertos, creando un caos ordenado, como si su dueño los hubiera dejado a la mitad cabreado por no encontrar alguna respuesta. Esa misma tarde había pasado de uno a otro como un niño impaciente que quiere conocer el final sin ser capaz de saborear toda la historia.
Se sentía angustiado, irritado y daba vueltas por la habitación hasta que se encontró con sus ojos en el espejo que colgaba de la pared. El papel pintado se caía a cachos, pero eso a él no le importaba en absoluto. Quería traspasar el cristal, llegar a lo más profundo de sus ser, pero siempre que estaba cerca, el dolor y el temor le impulsaban a cambiar la vista de lugar, a separarse de sí mismo, como si eso fuese tan fácil. Él no lo sabía, pero tenía tanto miedo que simplemente dejaba que la vida se escurriera entre sus dedos. Sólo necesitaba su trabajo, que le permitía pagar el alquiler, y sus amigos, que le permitían vivir algunos momentos de algo que debía parecerse a la felicidad.
Había quedado con los chicos en el bar de siempre. Desde que tenía uso de razón, habían quedado allí cada viernes. Y jamás había faltado ninguno de ellos. Sólo una vez, cuando el padre de Charlie murió en un accidente de coche, éste estuvo algo más de un mes sin aparecer por allí. Pasado ese tiempo, se reincorporó a la rutina de los viernes como si nada hubiese pasado. Él no había faltado nunca. No tenía familia y nunca había estado enfermo. Vivía solo. El y sus libros, su única familia, sus aliados.
Escuchó el sonido del claxon y Chuckie no necesitó hacerlo sonar dos veces. Como cada viernes el ya estaba preparado. Salió de casa sin preocuparse de cerrar la puerta con llave y entró en el coche.
Will sabía, desde hacía algunos años, que las cosas habían cambiado entre ellos. Ya no se entendían tan bien como cuando eran niños. Entonces todos eran iguales; igual de altos, de tontos y de despreocupados por el mundo. Ahora había un abismo entre ellos. Nunca lo diría en voz alta, pero así era. No podían entenderle. Ni siquiera Chuckie, al que conocía desde siempre. Ambos lo sabían todo el uno del otro. Absolutamente todo. Incluso ambos sabían que Will jamás le diría nada que implicase ir más allá de las cosas que les ocurrían cada día.
También Chukie era consciente de que las cosas habían cambiado. Will era inteligente, demasiado inteligente para él. Era capaz de leer un libro en unas horas, y lo que era más increíble, era capaz de memorizarlo de cabo a rabo. Desde hacía algún tiempo siempre estaba triste, andaba por el mundo como si soportara un enorme peso sobre sus hombros, y lo que más le dolía era que él nunca hablaba de ello. A Will no se le daban bien las palabras, sobre todo cuando se trataba de sus propias palabras. Era más bien callado, tímido, y jamás contaba lo que le pasaba por la cabeza. Sentía que jamás tendría acceso a los sentimientos de Will.
Will trabajaba en la Universidad y Chukie no se explicaba por qué no dejaba ese trabajo de fregona. Si quería podría conseguir un puesto en la construcción, como él. Ganaría casi el doble y no tendría que fregar el suelo de esos niñatos pijos. Se lo había ofrecido miles de veces y la respuesta siempre había sido la misma. No tendría que soportar aquellas miradas por encima del hombro. Esas que aquellos chicos hacían tan bien, sobre todo cuando se trataba de otro chaval con su misma edad. Él mejor que nadie sabía que Will podría largarse de aquel lugar, pero en vez de eso, como si fuese un ser transparente, sin materia, cada día fregaba esos pasillos interminables.
Pero lo que Chukie no sabía era que Will disfrutaba en aquel lugar. Le gustaba el olor de los libros, de la pizarra, del polvo que desprendía la tiza al caer. Y lo que Chukie tampoco sabía era que Will se metía a escondidas en las aulas de matemáticas para comprobar que era capaz de resolver cualquier problema que el profesor pudiese plantear. Era una suerte que nunca borrasen la pizarra. Para él no era más que un juego. Algo tan fácil que le resultaba imposible que aquellos muchachos, que llevaban años estudiando, no pudieran encontrar la solución. Él no tenía que esforzarse. Simplemente las soluciones estaban en su cabeza, solo tenía que dejarlas salir, dejarlas fluir como si fueran ideas con vida propia que solo utilizaban sus manos como instrumentos para hacerse visibles en el mundo. Tenía un don que nadie más tenía, y nadie lo sabía, ni siquiera él.
Aquel mediodía, el profesor Lambeau, sin duda el más prestigioso con que contaba la Universidad, había dejado un problema colgado en la pared, en espera de algún alumno talentoso le encontrase la solución. En clase había dado a su auditorio todo un semestre para descifrar un problema que él, el profesor Lambeau, había tardado años en plantear. Lo que no se imaginaba es que encontraría el problema resuelto al día siguiente. Y lo que tampoco se imaginaba es que lo habían resuelto durante la noche.
Esa noche Will se encontraría con un dilema. Era la primera vez que lo que encontraba en la pizarra era un problema sin solución. Miró a derecha e izquierda, cerciorándose de que no hubiese nadie en los pasillos, y se acercó para mirarlo atentamente. Sus ojos recorrieron ansiosos la tiza que le desafiaba en la pizarra. Sintió que estaba allí para él, que le estaba esperando. Volvió a mirar a ambos lados, y se recreó en ese sentimiento de inquietud, de nervios a flor de pie, algo parecido a lo que sentía siendo niño cuando él y los chicos robaban chocolatinas en la gasolinera. Cogió una de las tizas, y como si hubiese sido poseído llenó la pizarra con respuestas, perdiendo la noción del tiempo, y dándoles a aquellos estudiantes la solución que eran incapaces de encontrar. Sin ser muy consciente, sintió desprecio por ellos. Volvió a mirar a derecha e izquierda y siguió fregando como si tan cosa.
Al salir de aquel edificio se encontró con los chicos que le esperaban en el coche.
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23.7.07
NOTACION
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Sentada en la mesa del comedor me doy cuenta de que me duele un pie. Sin más dilación, me dirijo rauda al armario donde se guardan las medicinas en esta casa. Después de media hora revolviendo en el maletín que hace las veces de botiquín, encuentro una pomada para los dolores musculares y una especie de muñequera pero para los pies. ¿Una piecera, tal vez?
Sin saber si esto es lo que le conviene a mi doliente pie, me precipito en lo que llamaré la pringosa tarea de untarme la crema en el pie y el posterior embutimiento en el susodicho vendaje. No es una tarea fácil, ya que lo que he convenido en llamar piecera, parece haber sido concebida para un pie talla 35, no uno talla 39, que es el que yo calzo. Una vez concluida la operación pie del desierto, satisfecha ante un trabajo bien hecho, me recuesto en el butacón de orejas. Viendo que el dolor no remite lo más mínimo, me piso a mi misma el pie indoloro, por aquello de la simetría y el equilibro corpóreo.
CARTA OFICIAL
Me congratula informarle que estando yo cómodamente sentada en una de las sillas que acompañan la mesa del comedor, haciendo de este un lugar agradable para las comidas y posteriores cenas, sentí un agudo pinchazo en mi pie derecho. Tan rápido como me fue posible, me dirigí al botiquín, que por supuesto cumple todas las normativas vigentes en temas de salubridad en el hogar dispuestas por el Ministerio de Sanidad. Tal como lo indican tales recomendaciones, los medicamentos están ordenados alfabéticamente así que no me fue difícil encontrar la ansiada pomada.
Tras comprobar que la fecha de caducidad no había sido rebasada, me dispuse a untarme la extremidad inferior con dicho ungüento. Tras haber hecho esto tres veces al día, esto es, cada 8 horas, tal como indica claramente el prospecto, me siento en el deber de informarle que el dolor ha remitido, como era de esperar, dada la eficacia del medicamento en cuestión.
HIPOCONDRÍACO
Estoy sintiendo un dolor punzante en mi pie derecho. Es tan profundo que creo que el dolor me llega hasta la última neurona del cerebro. Esta mañana, sin ir más lejos, he visto un documental en la televisión en el que un hombre al que le habían salido dos bultos en el trasero, había muerto días después con diagnóstico desconocido. Si me miró fijamente el pie, puedo ver dos bultitos incipientes. Tal vez, lo mejor sea ir de inmediato a urgencias. Esos bultos pueden ser los mismos bultos del hombre muerto de la tele.
Aunque es posible que me manden a casa en menos de cinco minutos, como hicieron la semana pasada. Menudos cabrones. Creía que me iba a morir del dolor tan intenso que sentía en el apéndice. Estaba claro que iba a morir de peritonitis si no me abrían de inmediato. ¿Cómo iba a saber yo que en vez de una apendicitis eran unos simples gases?
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Sentada en la mesa del comedor me doy cuenta de que me duele un pie. Sin más dilación, me dirijo rauda al armario donde se guardan las medicinas en esta casa. Después de media hora revolviendo en el maletín que hace las veces de botiquín, encuentro una pomada para los dolores musculares y una especie de muñequera pero para los pies. ¿Una piecera, tal vez?
Sin saber si esto es lo que le conviene a mi doliente pie, me precipito en lo que llamaré la pringosa tarea de untarme la crema en el pie y el posterior embutimiento en el susodicho vendaje. No es una tarea fácil, ya que lo que he convenido en llamar piecera, parece haber sido concebida para un pie talla 35, no uno talla 39, que es el que yo calzo. Una vez concluida la operación pie del desierto, satisfecha ante un trabajo bien hecho, me recuesto en el butacón de orejas. Viendo que el dolor no remite lo más mínimo, me piso a mi misma el pie indoloro, por aquello de la simetría y el equilibro corpóreo.
CARTA OFICIAL
Me congratula informarle que estando yo cómodamente sentada en una de las sillas que acompañan la mesa del comedor, haciendo de este un lugar agradable para las comidas y posteriores cenas, sentí un agudo pinchazo en mi pie derecho. Tan rápido como me fue posible, me dirigí al botiquín, que por supuesto cumple todas las normativas vigentes en temas de salubridad en el hogar dispuestas por el Ministerio de Sanidad. Tal como lo indican tales recomendaciones, los medicamentos están ordenados alfabéticamente así que no me fue difícil encontrar la ansiada pomada.
Tras comprobar que la fecha de caducidad no había sido rebasada, me dispuse a untarme la extremidad inferior con dicho ungüento. Tras haber hecho esto tres veces al día, esto es, cada 8 horas, tal como indica claramente el prospecto, me siento en el deber de informarle que el dolor ha remitido, como era de esperar, dada la eficacia del medicamento en cuestión.
HIPOCONDRÍACO
Estoy sintiendo un dolor punzante en mi pie derecho. Es tan profundo que creo que el dolor me llega hasta la última neurona del cerebro. Esta mañana, sin ir más lejos, he visto un documental en la televisión en el que un hombre al que le habían salido dos bultos en el trasero, había muerto días después con diagnóstico desconocido. Si me miró fijamente el pie, puedo ver dos bultitos incipientes. Tal vez, lo mejor sea ir de inmediato a urgencias. Esos bultos pueden ser los mismos bultos del hombre muerto de la tele.
Aunque es posible que me manden a casa en menos de cinco minutos, como hicieron la semana pasada. Menudos cabrones. Creía que me iba a morir del dolor tan intenso que sentía en el apéndice. Estaba claro que iba a morir de peritonitis si no me abrían de inmediato. ¿Cómo iba a saber yo que en vez de una apendicitis eran unos simples gases?
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19.7.07
LA CAMA Y LA OFICINA
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Esta noche Teresa está teniendo uno de esos sueños de los que nunca deseas despertar. Da vueltas en la cama y se tapa y destapa continuamente. El reloj está a punto de marcar las seis de la mañana y será justo en ese momento cuando empiece a gritar y a reclamar atención.
Dan las seis de la mañana. Teresa lucha con su conciencia que insiste en hacer su aparición en escena. En ese momento ella lo daría casi todo por seguir en ese estado en el que confunde la realidad con su propia ficción. Al final sucumbe, y se apoya sobre uno de sus codos para llegar al despertador. Lo apaga. Mira a su alrededor para convencerse a sí misma de que tiene que levantarse y al final lo hace, aunque de mala gana.
Hace la cama lentamente. Sabe que si su madre, cuando se despierte tres horas después, ve la cama sin hacer, le caerá bronca. Esa es una de las ridículas razones que le hacen desear marcharse de casa. Odia tener que hacer la cama todos los días. En el fondo sabe que aún viviendo sola haría la cama todos los días. Y eso es lo más triste. Le revienta pensar que su madre seguirá en su cabeza por muy lejos que esté. Aún cuando su madre no esté en este mundo, sabe que nunca saldrá de casa con la cama sin hacer.
Ya en el baño se mira en el espejo. Necesita seguir este ritual todas las mañanas, mirarse en el espejo hasta que se siente ella misma. Hay mañanas que ve un reflejo atractivo de sí misma, otras en las que ve un esperpento y otras, en las que necesita más segundos de los que han venido siendo habituales ver algo familiar al otro lado del espejo. Da igual lo que vea, ni una cosa le alegra ni otra la deprime. Sólo necesita sentirse en casa, en su propia casa. Una vez que es así, abre el grifo de la ducha y se sumerge bajo el agua. Mientras hace las mismas cosas que hace todos los días, en el mismo orden y con la misma duración, no puede dejar de pensar. Ese es uno de sus defectos, no parar nunca de pensar. Un día le estallará la cabeza de tanto pensar. Con ese pensamiento en mente sale de la bañera y se sienta como si su cuerpo pesara diez veces más su peso real. El sueño se apodera de sus pestañas, pero ella sigue moviéndose como un autómata, como si todas esas acciones no fueran con ella.
Vuelve a su habitación y elige algo que ponerse. Hace algún tiempo solía hacer una selección concienzuda la noche anterior, pero por alguna razón desconocida una mañana dejó de hacerlo. Ahora simplemente abre el armario, coge alguna prenda comprada compulsivamente la semana anterior y se la pone. Tampoco gasta mucho tiempo en combinar elementos. Un vaquero, una camiseta de rayas roja y blanca, una sudadera de topos verde y azul y por último un cinturón amarillo. Y sus zapatillas favoritas, verdes con estrellas blancas. Y algo que no podía faltar, su enorme bolso de flores. A cualquier estilista de una revistas de moda de costaría mucho encontrar a alguien que mezclara la ropa de una manera tan singularmente singular.
Coge todas las cosas que va a necesitar y se dirige a la cocina. Abre la nevera y mira en su interior. No hay nada que la motive lo suficiente como para sacarlo de allí. Sus ojos hacen un escaneo concienzudo, pero nada. Su estómago está cerrado. Es curioso como a lo largo del día puede comer a todas horas y de todas las formas compulsivas de ingerir alimentos, pero ahora solo ver la fruta que está sobre la mesa le produce arcadas. Bueno, ya desayunará en la oficina. Eso se está convirtiendo en una de sus rutinas diarias. Desde que ha comenzado la jornada intensiva no es capaz de desayunar en casa. A esas horas todavía no es persona, y no sería capaz de aguantar hasta las cuatro, hora en la que está de regreso en casa.
Abre la puerta de casa y siente el frío de la calle. Esa es la primera sensación que experimenta cada día al salir de casa. No soporta esta época del año. Por la mañana tiene que ponerse una sudadera por el termómetro apenas alcanza los 15 grados, y a medio día no sabe dónde meterla porque el mismo termómetro no es capaz de bajar de 35.
Bueno, ya está. Ya ha salido del nido. Sus pies caminan hacia el coche que le llevará al autobús, que le llevará al metro, que le devolverá el relevo a sus pies para que la dirijan a la ofician. Y una vez allí se dará cuenta, tristemente, de que lleva más de dos horas y media despierta. Mira por la ventana y su mirada anodina se queda fija en uno de los pisos que está al otro lado del patio. Sería genial vivir allí. Sacaría el pie derecho de la cama y el izquierdo ya estaría en la oficina.
Esta noche Teresa está teniendo uno de esos sueños de los que nunca deseas despertar. Da vueltas en la cama y se tapa y destapa continuamente. El reloj está a punto de marcar las seis de la mañana y será justo en ese momento cuando empiece a gritar y a reclamar atención.
Dan las seis de la mañana. Teresa lucha con su conciencia que insiste en hacer su aparición en escena. En ese momento ella lo daría casi todo por seguir en ese estado en el que confunde la realidad con su propia ficción. Al final sucumbe, y se apoya sobre uno de sus codos para llegar al despertador. Lo apaga. Mira a su alrededor para convencerse a sí misma de que tiene que levantarse y al final lo hace, aunque de mala gana.
Hace la cama lentamente. Sabe que si su madre, cuando se despierte tres horas después, ve la cama sin hacer, le caerá bronca. Esa es una de las ridículas razones que le hacen desear marcharse de casa. Odia tener que hacer la cama todos los días. En el fondo sabe que aún viviendo sola haría la cama todos los días. Y eso es lo más triste. Le revienta pensar que su madre seguirá en su cabeza por muy lejos que esté. Aún cuando su madre no esté en este mundo, sabe que nunca saldrá de casa con la cama sin hacer.
Ya en el baño se mira en el espejo. Necesita seguir este ritual todas las mañanas, mirarse en el espejo hasta que se siente ella misma. Hay mañanas que ve un reflejo atractivo de sí misma, otras en las que ve un esperpento y otras, en las que necesita más segundos de los que han venido siendo habituales ver algo familiar al otro lado del espejo. Da igual lo que vea, ni una cosa le alegra ni otra la deprime. Sólo necesita sentirse en casa, en su propia casa. Una vez que es así, abre el grifo de la ducha y se sumerge bajo el agua. Mientras hace las mismas cosas que hace todos los días, en el mismo orden y con la misma duración, no puede dejar de pensar. Ese es uno de sus defectos, no parar nunca de pensar. Un día le estallará la cabeza de tanto pensar. Con ese pensamiento en mente sale de la bañera y se sienta como si su cuerpo pesara diez veces más su peso real. El sueño se apodera de sus pestañas, pero ella sigue moviéndose como un autómata, como si todas esas acciones no fueran con ella.
Vuelve a su habitación y elige algo que ponerse. Hace algún tiempo solía hacer una selección concienzuda la noche anterior, pero por alguna razón desconocida una mañana dejó de hacerlo. Ahora simplemente abre el armario, coge alguna prenda comprada compulsivamente la semana anterior y se la pone. Tampoco gasta mucho tiempo en combinar elementos. Un vaquero, una camiseta de rayas roja y blanca, una sudadera de topos verde y azul y por último un cinturón amarillo. Y sus zapatillas favoritas, verdes con estrellas blancas. Y algo que no podía faltar, su enorme bolso de flores. A cualquier estilista de una revistas de moda de costaría mucho encontrar a alguien que mezclara la ropa de una manera tan singularmente singular.
Coge todas las cosas que va a necesitar y se dirige a la cocina. Abre la nevera y mira en su interior. No hay nada que la motive lo suficiente como para sacarlo de allí. Sus ojos hacen un escaneo concienzudo, pero nada. Su estómago está cerrado. Es curioso como a lo largo del día puede comer a todas horas y de todas las formas compulsivas de ingerir alimentos, pero ahora solo ver la fruta que está sobre la mesa le produce arcadas. Bueno, ya desayunará en la oficina. Eso se está convirtiendo en una de sus rutinas diarias. Desde que ha comenzado la jornada intensiva no es capaz de desayunar en casa. A esas horas todavía no es persona, y no sería capaz de aguantar hasta las cuatro, hora en la que está de regreso en casa.
Abre la puerta de casa y siente el frío de la calle. Esa es la primera sensación que experimenta cada día al salir de casa. No soporta esta época del año. Por la mañana tiene que ponerse una sudadera por el termómetro apenas alcanza los 15 grados, y a medio día no sabe dónde meterla porque el mismo termómetro no es capaz de bajar de 35.
Bueno, ya está. Ya ha salido del nido. Sus pies caminan hacia el coche que le llevará al autobús, que le llevará al metro, que le devolverá el relevo a sus pies para que la dirijan a la ofician. Y una vez allí se dará cuenta, tristemente, de que lleva más de dos horas y media despierta. Mira por la ventana y su mirada anodina se queda fija en uno de los pisos que está al otro lado del patio. Sería genial vivir allí. Sacaría el pie derecho de la cama y el izquierdo ya estaría en la oficina.
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